Capítulo
2
EL
INCENDIO
En el aire se notaba un olor extraño y una tenue neblina se
iba esparciendo por las calles del pueblo mientras Eduardo se acercaba a la
Plaza. Las campanas no dejaban de tañer llamando a todos los vecinos con
urgencia.
En la Plaza ya estaban arremolinados junto a la Iglesia
unos cuantos vecinos provistos de calderos que se iban pasando unos a otros.
Formaban una larga fila desde el abrevadero del ganado hasta el ábside de la Iglesia
donde ya se desprendían unas altas llamas y mucho humo. Con los calderos iban
arrojando agua sobre el tejado, tratando de apagar aquel incendio que amenazaba
con devorar su pequeña pero hermosa Iglesia dedicada a la Virgen de la
Asunción.
Eduardo avanzaba con la boca abierta y los ojos llorosos
por el humo, estaba impresionado por lo que estaba viendo y de repente se topó
de bruces con su tío Vicente.
-
¿Qué haces aquí
chaval? Ponte a un lado y no molestes. ¡Deberías haberte quedado en casa con tu
madre y tus hermanos!
El humo iba invadiéndolo todo y los ojos los tenia cada vez
más irritados. Cuanta más agua echaban sobre el tejado más humo salía.
-
¡Jooo es
increiiiible! ¡Vaya espectáculo!
Era su amigo Estanislao que acababa de llegar y en cuanto
le vio se acercó a Eduardo.
Ambos observaban desde un rincón de la Plaza, bajo los
soportales, el esfuerzo de sus vecinos por apagar aquel fuego que amenazaba con
asolar su querida Iglesia. Si no lograban apagar el incendio podría propagarse
a las cercanas casas y entonces sería mayor aún la tragedia.
-
¡Chiquillos!
Fuera de aquí, a vuestras casas.
Era Francisco, el Alcalde de la Santa Hermandad, una
especie de policía y además miembro del Santo Oficio que ya daba sus últimos
coletazos en la España de la época. Hacia un tiempo ya que le habían nombrado
Familiar de la Inquisición y desde el día de San Silvestre Alcalde de la Santa
Hermandad.
El alcalde llegaba en ese momento a la plaza y corrió hacia
la fila de hombres que llenaban calderos con agua y los pasaban hacia el foco
del incendio. Venia de su tarea cotidiana ya que también era propietario de
unos de los seis molinos de linaza que había en el pueblo. Todos estos molinos
eran movidos a base del sudor de animales, mulas o borricos por lo general,
“molinos de sangre” los llamaban. Otras poblaciones tenían la suerte de poder
moverlos gracias a la fuerza del agua de buenas presas.
Según llegaba la gente más filas se hacían, aportando así
más agua al incendio. Algunos se turnaban dándole a la bomba manual para
mantener el abrevadero lleno de agua.
Cuando parecía que todo el pueblo estaba congregado en la
plaza alguien alzó la voz y preguntó:
-
¿Habéis visto
al señor Cura?
El pueblo contaba con un cura propio (o párroco) y dos
beneficiados que ayudaban al primero en la labor parroquial con los fieles. El
párroco era un hombre de baja estatura, ya mayor y de un carácter adusto,
intransigente en su adoctrinar cristiano. Cumplidor hasta la extenuación en su
trabajo eclesiástico. Pese a su avanzada edad contaba con una salud de hierro,
ya había sobrevivido a más de una epidemia mientras algunos de sus beneficiados
habían sucumbido. Llevaba en el cargo casi veinte años desde que llegó
procedente de un pueblín del norte en el que era beneficiado.
Nadie se había dado cuenta pero efectivamente Don Anselmo
no aparecía por ningún lado y los dos beneficiados, Don Feliciano y Don
Saturnino no lo habían visto desde primeras horas de la tarde. De hecho fue Don
Feliciano quien dio la voz de alarma y echó a revuelo las campanas en cuanto vio
salir las primeras llamas cuando se encontraba
en la taberna cercana.
Todos preguntaban por Don Anselmo pero nadie parecía saber
su paradero. Sólo Doña Micaela pudo dar alguna noticia sobre él. Lo había visto
en la sacristía a eso de las cinco de la tarde, hablando con alguien que no
pudo reconocer porque estaba de espaldas junto a la puerta.
-
¡Oh Dios mío!
¡En la sacristía es donde está el fuego! - Dijo Don Saturnino.
Rápidamente Simón, el herrero corrió hacia el interior de
la Iglesia. Un mal presagio le decía que Don Anselmo seguía dentro. Trató de
llegar hasta la zona incendiada seguido de su hermano Blas que traía dos mantas
empapadas de agua. Entre ambos lograron llegar a través del humo hasta la
puerta de la sacristía, al lado del altar. La sacristía ocupaba el ábside de la
Iglesia, justo donde estaba en pleno auge el fuego abrasador.
Envueltos en las mantas entraron por la puerta abierta
justo cuando parte del tejado comenzaba a desprenderse. En ese mismo momento localizaron
a pocos metros de la puerta a Don Anselmo que yacía en el suelo con la cabeza
ensangrentada. Blas lo cogió en brazos mientras Simón cubría a los tres con las
mantas y salían a la carrera hacia el pórtico de la Iglesia.
Mientras Blas llevaba a Don Anselmo a casa del cirujano,
seguido de varias mujeres y Doña Micaela, Simón pedía que entrasen hombres con
cubos dentro de la Iglesia para impedir que el fuego empezase a devorar el
altar y las importantes reliquias que conservaba el templo como la imagen de su
venerada Virgen de la Guía y los bellos retablos del altar mayor.
Con gran esfuerzo tanto desde el exterior como en el
interior de la Iglesia los vecinos de la villa lograron sofocar el incendio y
dejar a salvo todo menos el ábside y con él la sacristía que quedó reducida a
escombros, agua y cenizas.
Ya era noche cerrada cuando todos dieron por finalizada la
ardua tarea y Don Anselmo reposaba en casa del cirujano, Don Lucio, que había
procedido a realizarle las curas correspondientes. Pese a ello el párroco
continuaba inconsciente y nadie sabía cómo ni porqué se había producido el
incendio. Lo único que se sabía era lo contado por Doña Micaela sobre el
desconocido y su reunión con Don Anselmo en la sacristía.
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