"LA PUERTA PARAMESA"
1-LA DECISIÓN
El paso de los años había deteriorado aquella
magnifica joya del barroco que encerraba
la Iglesia de la Villa. Muchos fueron los intentos para restaurar aquel
maravilloso retablo que adornaba el altar pero al final todo quedaba en nada.
Eso sí, el exterior del Templo parroquial dedicado a la “Asunción de la Virgen
María” había sido realizado con éxito y aprobación.
Ahora era el momento de dar el paso definitivo. Buscar el
“maestro restaurador” y con aquella ayuda que facilitaba el gobierno de la
Junta empezar la rehabilitación de los retablos que encerraba el Templo.
El vicario se había encargado de entrevistarse con
diferentes restauradores, algunos de la propia provincia y otros de fuera.
Había acudido a sus talleres en alguna ocasión y con los que más de acuerdo
había estado, habían acudido más tarde a visitar la Iglesia, hablar con el
párroco y valorar la obra a realizar. Tras analizar los presupuestos aportados
y las restauraciones que proponían cada
uno de los maestros acordaron decidirse por Luis José Espada, un hombre de
mediana edad, viudo recientemente y con tres hijos de los que cuidar. Residía
en la ciudad, León, en un barrio periférico y con un pequeño taller en la
planta baja de una casita de la cual no era propietario. De nuevo iría a
visitarle don Braulio y le comunicaría la resolución tomada tratando de que
empezase cuanto antes la obra.
En aquella mañana lluviosa de Abril llegó el vicario al
local del restaurador, bajó del coche y abrió su inmenso paraguas negro. No
tuvo dificultad en aparcar en aquella calle de nombre de Virgen. Llamó al
timbre de la puerta y tras unos instantes le abrió un hombre de mediana
estatura, abundantes entradas y poco pelo negro, delgado con una bata que en su
día debió de ser azul pero que con el paso de los años y los materiales de
trabajo ya no se podía ni asegurar su primitivo color.
El local tenía una primera sala amplia, repleta de bancos,
mesas y caballetes donde reposaban herramientas, maderas, obras por restaurar,
todo cubierto del fino polvo que da el trabajar con madera, piedra u otros
materiales.
Al fondo había una pequeña habitación donde se podía ver una
imagen sobre la que debía estar trabajando el restaurador.
Don Braulio fue recibido con un fuerte apretón de manos.
- ¡Buenos
días Luis José! Por decir algo pues la verdad es que de buenos no tienen nada.
- Ya se sabe
don Braulio: “En abril aguas mil”.
- Bien,
vayamos a nuestro asunto. Como ya le avancé por teléfono tenemos una buena
noticia que darle. Hemos decidido que sea usted quien nos restaure los
retablos.
- ¡Si Señor!
Una buena noticia. El trabajo es bienvenido.
- Queremos
que empiece lo antes posible. Si pudiese estar terminado antes de las fiestas
patronales sería lo ideal.
- Bueno, eso
puede ser un problema. Ahora mismo estoy terminando unos trabajos en algunos
pasos de Semana Santa y por lo menos hasta que no pase ésta no podré empezar.
- Entonces
¿Cuándo podría comenzar?
- Yo creo
que podemos apalabrarlo para primeros de Mayo. Sí, en la primera semana de Mayo
empezaría.
- ¿Cree que
podría concluirse para Septiembre?
- Eso va a
depender de lo que me vaya encontrando. En cinco meses si no se presenta
ninguna sorpresa podría ser, pero casi nunca ocurre. Yo no contaría con ello,
aunque puede ser.
- Vale, de
acuerdo. Haga todo lo posible. Quedamos pues en que empezará en Mayo. Le
buscaremos un lugar en el que pueda vivir mientras realiza la restauración.
- ¡Que sea
baratita por favor! Aunque los fines de semana me volveré a León, a casa con
mis hijos que aunque son mayores y se defienden solos, no me gustaría estar sin
verlos.
- No se
preocupe Luis José, no será caro. Los pagos ¿cómo quiere que sean?
- Una
cantidad fija mensual, para poder vivir, y el resto al terminar la
restauración.
- Nos parece
aceptable.
Don Braulio se levantó de la silla que le había
ofrecido Luis José y con otro apretón de manos se despidieron.
Quedaba pues todo apalabrado y en espera de la
llegada de Mayo.
Cuando el vicario salió a la calle había cesado
la lluvia lo que no impidió que volviese sobre sus pasos para recoger el
paraguas que había dejado olvidado en el taller.
Ya en el coche, arrancó y se dirigió hacia la
carretera de circunvalación cercana a Puente Castro, de allí fue a salir en
Armunia dirigiéndose hacia la carretera de Zamora donde tomó el desvío hacia
Santa María del Páramo y la Bañeza.
Treinta y dos kilómetros y llegó a Santa María
donde se reunió con el párroco D. Sebastián al que informó de todo lo acaecido
en el taller del restaurador. La Semana Santa estaba cercana y los preparativos
iban tocando a su fin. En siete días el pueblo Paramés estaría en plena
celebración religiosa, mucho más religiosa y con menos parafernalia que lo que se
representaba en las grandes localidades pero no por ello menos importante y
vistosa. La Iglesia contaba con importantes imágenes que hacían desfilar por
las calles del pueblo para que paisanos y foráneos pudiesen disfrutar de su
adoración.
También contaba la villa con un par de
cofradías que acompañaban con sus trajes nazarenos a aquellas imágenes: La
Soledad y Jesús Nazareno.
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